El primero de mayo se conmemora el día del trabajador en todo el mundo. En esta fecha tan importante para el ser humano, querremos recordar al gran maestro José Manuel de los Reyes González de Prada y Álvarez de Ulloa, conocido como Manuel González Prada, nacido en la ciudad de Lima, el 5 de enero del año 1944 y quien nos dejara un lunes 22 de julio de 1918, a tan solo 74 años. Fue un ensayista, pensador, anarquista y poeta peruano. Fue una de las figuras más influyente en las letras y la política del Perú de fines del siglo XIX y comienzos del siglo XX, entre sus grandes obras se encuentra el libro titulado “Anarquía”, un conjunto de ensayos recopilados por su hijo Alfredo y que se publicó en 1936.
Diría al
respecto otro pensador político como lo fue el amauta José Carlos Mariátegui La
Chira: “(...) Lo esboza en frases de gran vigor panfletario y retorico, pero de
poco valor practico y científico. “El
Perú es una montaña coronada por un cementerio”. “El Perú es un organismo
enfermo: donde se aplica el dedo brota el pus”. Las frases más recordadas de Gonzáles Prada delatan al hombre de
letras: no al hombre de Estado (Mariátegui, 2002, p. 261)”. Sin lugar a
duda un maestro de armas tomar, era claro y directo en sus expresiones. Hoy en
plena pandemia sanitaria y desde hace décadas en pandemia social, en donde el
trabajo no dignifica al hombre sino a los empresarios, desde finales del siglo
XX, en el gobierno fujimorista hasta hoy, los derechos laborales se han venido perdiendo,
los sindicatos ya no pertenecen a los obreros sino a unos cuantos dirigentes
que se pierden en el camino, sin importarles representarlos. En nuestro país el
Ministerio de Trabajo solo vela por los intereses de los que más tienen y de
los que no tienen solo tienen que morderse la lengua, ya no hay leyes laborales
que amparen al trabajador a exigir que se cumplan los derechos ganados con los mártires
de Chicago. De un tiempo atrás ya no se respetan las 8 horas de trabajo, no hay
estabilidad laboral ni mucho menos velar por la salud del trabajador, lo han
demostrado los jóvenes que han muerto en los locales de comidas rápidas, los
que laboraban en lugares sin ningún tipo de protección, en locales no aptos
para el trabajo. Solo nos queda subir a esa gran montaña que nos dice Gonzales
Prada y poder observar y palpitar la indiferencia de nuestros propios hermanos,
al respecto tocaremos un ensayo del libro Anarquía, titulado: “El Primero de
Mayo, 1907”, en el cual nos dice:
PRIMERO
DE MAYO, 1907
Reeditado por Marco EspinozaS.
Ignorarnos
si los trabajadores, no sólo del Perú sino del mundo entero, andan acordes en
lo que piensan y hacen hoy. Si conmemoran las rebeliones pasadas y formulan
votos por el advenimiento de una transformación radical en todas las esferas de
la vida, nada tenemos que decir; pero si únicamente se limitan a celebrar la
fiesta del trabajo, figurándose que el desiderátum de las reivindicaciones
sociales se condensa en la jornada de ocho horas o en el
descanso dominical, entonces no podemos dejar de sonreírnos ni de
compadecer la candorosidad de las huestes proletarias.
¡La
fiesta del trabajo! ¿Qué significa eso?
¿Por qué ha de regocijarse el
trabajador que brega para que otros
descansen y produce para que otros disfruten
del beneficio? A los dueños de fábricas y de haciendas, a los monopolizadores del capital y de la
tierra, a los que se llaman industriales porque ejercen el arte de enriquecerse
con el sudor y la sangre de sus prójimos, a solamente ellos les cumpliría
organizar manifestaciones callejeras, empavesar edificios, prender cohetes y
pronunciar discursos. Sin embargo, el obrero es quien hoy se regocija y se
congratula, sin pensar que la irónica fiesta del trabajo se reduce a la fiesta
de la esclavitud.
En el comienzo
de las sociedades, cuando la guerra estallaba entre dos grupos, el vencedor
mataba inexorablemente al vencido; más tarde, le reducía a la esclavitud para
tener en él una máquina de trabajo; después cambió la esclavitud por la servidumbre;
últimamente, ha sustituido la servidumbre por el proletariado. Así que
esclavitud, servidumbre y proletariado son la misma cosa, modificada por la
acción del tiempo. Si en todas las naciones pudiéramos reconstituir el árbol
genealógico de los proletarios, veríamos que descienden de esclavos o de siervos,
es decir, de vencidos.
Cierto, a
la doble labor del músculo y del cerebro se debe la habitabilidad de la Tierra
y el confort de la vida: no opongamos el trabajo a las fuerzas enemigas de la
Naturaleza, y ya veremos si la Divina Providencia acude a nuestro auxilio.
Jesucristo hablaba, pues, como un insensato al decir “que no nos acongojáramos
por lo que habíamos de comer o de beber, y miráramos a las aves del cielo, las
cuales no siembran ni siegan ni allegan en graneros porque nuestro Padre
Celestial las alimenta”.
Pero al
diario y exclusivo empleo del músculo se debe también el embrutecimiento de
media Humanidad. Los que desde la mañana hasta la noche conducen una yunta o
manejan un martillo, no viven la vida intelectual del hombre, y a fuerza de restringir
las funciones cerebrales, acaban por convertir sus actos en un simple
automatismo de los centros inferiores. Merced a la constante acción depresiva
de los dominadores sobre los dominados, hay verdaderos brutos humanos que sólo
poseen inteligencia para anudar los hilos de una devanadera o destripar los
terrones de un barbecho. Vienen a ser productos de una selección artificial,
como el novillo de carnes o el potro de carreras.
Si el recio
trabajo del músculo alegra el corazón, aleja los malos pensamientos y fortifica
el organismo, si produce tantos bienes como pregonan los moralizadores de
oficio, ¿por qué los hijos de los burgueses, en vez de empuñar el libro y
dirigirse a las universidades, no uncen la yunta y salen a surcar la tierra?
Porque las sociedades tienen una moral y una higiene para los de arriba, al
mismo tiempo que otra moral y otra higiene para los de abajo. Existen dos
clases de trabajadores: los que en realidad trabajan, y los que aparentemente
lo hacen, llamando trabajo el ver sudar y derrengarse al prójimo. Así, el
hacendado que a las ocho de la mañana
monta en un hermoso caballo y, por dos o tres horas, recorre los cañaverales
donde el jornalero suda la gota gorda,
es hombre de trabajo; así también, el industrial que de vez en cuando deja, el
mullido sillón de su escritorio y entra a pegar un vistazo en los talleres
donde la mujer y el niño permanecen doce y hasta quince horas, es un hombre de
trabajo.
Lo repetimos: hoy
sólo deberían regocijarse los explotadores de la fuerza humana; podría hacerlo
con alguna razón el que labora una tierra, con la esperanza de cosechar los
frutos, o el que hila unas cuantas libras de lana, con la seguridad de
fabricarse un vestido; pero, ¿qué regocijo le cabe sentir al pobre diablo que
de enero a enero y desde el amanecer hasta el anochecer vive aserrando maderos,
aguijando bueyes o barreteando minas? El que mañana será proletario como lo es
hoy y lo ha sido ayer, el que no abriga ni siquiera la ilusión de mejorar en su
desgraciada existencia, ese tiene derecho de arrojar un grito de rebelión y ver
en la pacífica fiesta del trabajo una cruel ironía, una manifestación del esclavo
para sancionar la esclavitud (Gonzáles, 2010, pp. 66-68).
Referencias
Gonzáles, P. M.
(2010). La anarquía. Recuperado de https://cronicon.net/fica/Anarquia.pdf
Mariátegui,
L. J. (2002). 7 Ensayos de interpretación
de la realidad peruana. Ediciones Cultura Peruana: Lima, Perú.
[Fotografía de Marco Espinoza]. (Lima.
2020). Archivo fotográfico de la Revista La Chispa. Extraído de la Biblioteca
Nacional del Perú y de las redes sociales: Lima, Perú.
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