Niños que trabajan
(Introducción al problema)
Por: Carlos Castillo Ríos
Hace poco llegó a
Lima Stefan Kaspar, director de cine suizo, con el proyecto de hacer una
película sobre los niños del Perú. Para conocer el ambiente y elaborar el guion
de su película estableció relación con algunos muchachos. Este informe es sobre
dos de ellos:
“Cerca
del Mercado Mayorista, el mercado más grande de Lima, conocí a Edgar. Tiene 10
años y vive desde hace un año y medio en Lima, solo, sin domicilio fijo. Nació
y creció en un pueblito de los Andes. Cuando sus padres se separaron lo
mandaron donde sus abuelos, pero éstos apenas tenían comidas para ellos mismos.
Cierta vez una señora de la ciudad le preguntó si quería ir con ella y que “lo cuidaría como una madre, le daría
comida, trabajo y dinero”. Edgar, que no quería ser una carga para sus
abuelos, partió sin despedirse. No quería ser una carga; quería ganarse la
vida. Así llegó a Lima, donde nadie entendía su idioma, el quechua. Y la señora
lo explotó. Vendedora de comida en un puesto ambulante, le hacía cocinar y
limpiar todos los días, sin pagarle. Edgar no soportó la situación, le robó
dinero y desapareció. Desde entonces ha dormido en autos abandonados, en
entradas de edificios, en rincones o simplemente sobre la arena de una
barriada. Para sobrevivir, hace de todo: pedir limosna, cantar en los ómnibus,
robar, y hacer trabajaos eventuales”.
El otro caso:
“Luis
Enrique lustra zapatos desde temprano hasta tarde porque no solamente tiene que
mantenerse con su trabajo sino debe también mantener a su madre y a sus
hermanos. Del padre no se puede esperar ayuda, ya que después que la familia
llegó de la sierra a la ciudad, él desapareció.
Cada
mañana va Luis Enrique de su barriada a la ciudad. Cuando encuentra un cliente
gana 150 soles por lustrarle los zapatos. Durante un día pudo lustrar un
promedio de 15 pares de zapatos, lo que le da una ganancia de 2,250 soles. Con
esta cantidad debe viir toda la familia. La comida consiste, generalmente, de
arroz o una sopa aguada. A Luis Enrique le faltan, a veces, fuerzas para
trabajar. De repente todo se le pone negro”.
El testimonio de un visitante es importante porque a veces, por
costumbre, por vivir inmersos en este escenario, no se aprecia, en todo su
dramatismo, lo que está pasando en nuestro propio mundo. Edgar y Luis Enrique,
sin embargo son dos muchachos comunes y corrientes del Perú. Como ellos, hay
miles. No son niños excepcionales ni son las suyas situaciones que podrían ser
consideradas las más dolorosas del conjunto global de la minoridad. Son hijos
de la crisis, niños del montón, seres humanos que, sin embargo, no preocupan a
nadie.
Trabajo formal e informal
En las actividades laborales, como
en las educativas, también se puede hablar de trabajo formal y de trabajo
informal, que suele ser ocasional, irregular y, en ciertos casos, ilícito.
Trabajadores precoces del sector formal serían, en este caso, los hombres y
mujeres menores de 18 años que se ganan la vida en fábricas, establecimientos
comerciales y viviendas, realizando, generalmente, trabajos de limpieza,
mandados u otras actividades que tienen alguna vinculación con la vida
doméstica. De otra manera, estos niños tienen alimentación asegurada, un lugar
para dormir y un pequeño sueldo o propina para sus gastos elementales. Muchos
de ellos van a la escuela y, contando con este complemento, se podría decir que
llevan una vida regular que, en un país tan pobre como el nuestro, puede
alcanzar niveles de normalidad.
Ellos, niños de ambos sexos de 6 a
14 años, están abandonados a su suerte, vagando, frecuentando mercados,
prostíbulos, cines y otros lugares públicos, entre maleantes, prostitutas y
drogadictos. Niños sin control, vigilancia ni cuidado, expuestos a las
acechanzas de desviados sexuales, pájaros fruteros abandonados a su suerte, son
protagonistas de un drama comparable a un terremoto y constituyen un
conglomerado que está, permanentemente, en situación de extrema pobreza,
peligro de enfermedad, desviación personal y muerte. Si por ahora sólo son
muchachos de la calle, más tarde serán los delincuentes más avezados que jamás
el país conoció. En el frío, con experiencias callejeras de todo jaez, se
endurece la conciencia y se desarrolla la agresividad, la indolencia y la
crueldad. Todo el dolor acumulado de la infancia se convierte ya no en rebeldía
sino en resentimiento social, deseo de revancha y falta de piedad.
La sociedad elabora, fabrica a sus
propios delincuentes. Así pasó en Bogotá. Los “gamines”, que entre nosotros vendrían a ser los “pájaros fruteros”, fueron años más
tarde, los más peligrosos atracadores que jamás tuvo América Latina. Menos
tecnificados que los “gangsters” de
Estados Unidos, pero más duros, fríos y crueles.
Sobre estos muchachos de ambos
sexos, abandonados ahora por el Estado, el sistema educativo y la familia,
deberíamos ocuparnos con frecuencia. Son víctimas de la falta de política
social en el país.
Sus características.
Teniendo cada muchacho o niña que se
incorpora al trabajo informal sus rasgos de personalidad propios, se puede
advertir, sin embargo, algunas características generales de necesaria
descripción con el fin de identificarlos mejor:
a)
Pertenecen
a la cultura de la miseria, en términos que usan los científicos sociales.
Nosotros los conocemos también con el apelativo de “pájaros fruteros”, tal vez porque deambulan por la ciudad en busca
de cualquier medio –lícito o ilícito- de subsistencia.
b)
Provienen
de familias desempleadas o subempleadas que, por consiguiente, viven en extrema
pobreza. Muchos de ellos salen a trabajar o robar precisamente para ayudar
económicamente a sus padres y hermanitos menores.
c)
Menudos
para su edad y generalmente malnutridos, han crecido en un marco familiar
machista y de satisfacciones frustradas. Como no creen en promesas y desconfían
de todo y de todos, tienen, en sus decisiones, un alto nivel de autonomía. La
vida les enseño a ser precozmente muy independientes.
d)
Sin
poder de concentración mental, generalmente analfabetos o con muy escasa
escolaridad, son profundamente pragmáticos. No valen para ellos los
ofrecimientos sino las realizaciones inmediatas. A toda situación le quieren
sacar provecho ahora y no mañana. Es que en su proceso de socialización han
desarrollado una clara visión de la oportunidad. Les preocupa lo de hoy; lo de
mañana ya se verá.
e)
En
un momento inicial no valen, para ellos, prédicas ni consejos. Han quemado
etapas de evolución propias de la infancia. Desde ese punto de vista son un
poco adultos. Han debilitado también su poder de abstracción aunque
desarrollado, extraordinaria y precozmente, su sentido práctico.
f)
Tienen
una enorme capacidad de simulación y adaptación al medio y las circunstancias.
Simulan tanto que, frente a aparentes éxitos iniciales, no vale cantar
victoria. La terapia definitiva (readaptación social por aprendizaje de un
oficio o algo parecido) es difícil, compleja y, en algunos casos, imposible.
g)
La
libertad, para ellos (que quiere decir vida libre con trabajo esporádico, sin
ninguna disciplina y con el menor esfuerzo posible), es muy preciada. Entre la
calle y el taller, prefieren la calle, que les ofrece enormes riesgos, pero
también atractivos que no están dispuestos a renunciar fácilmente.
Trabajadores y mendigos.
Solo en América Latina 40 millones de
niños de ambos sexos en situación irregular. ¿Cuántos en el Perú? No lo
sabemos. No existe, entre nosotros, estudio, ensayo o investigación social
sobre los niños que trabajando o robando en las calles se están preparando para
ser los delincuentes del futuro. Muchos ejercen la mendicidad pura y otros la
encubren tras actividades eventuales tales como venta de cigarrillos, flores,
cuidado de carros o limpieza de vidrios. Ellos merodean, en Lima, por los
alrededores de la Plaza Unión, la Parada, el Mercado Central y el Parque
Universitario. Aunque, en realidad, están por todas partes.
Desconocidos antes, se presentan ahora
allá donde se concentran personas y vehículos. Son, al mismo tiempo,
trabajadores y mendigos. Trabajadores porque realzan, a veces, un pequeño
servicio para recibir una propina. Mendigos porque de manera directa o
encubierta viven de la caridad ajena. Lo más grave del problema es que, siendo
trabajo o mendicidad, su tarea es expresión de otros males aún más horribles y
cuyas consecuencias, repetimos, se proyectan al futuro. Se emparentan con la
drogadicción y el robo para terminar, después, en el crimen organizado. Nadie
puede esperar adultez normal y trabajo honesto por parte de quienes, ahora,
están siendo tan vilmente humillados, por una vida de trabajo eventual y
mendicante en la mera calle.
¿Qué
hacer?
El problema es tan grave que puede
ser considerado como el más angustioso y lacerante de los países de América
Latina. Compromete el futuro. Es producto de la crisis económica que genera el
capitalismo, con el agravante que es irreversible. Es un problema educativo,
pero también es un problema social y económico que no conmueve a gobernantes,
parlamentarios ni profesionales. Todos cerramos los ojos frente a estos niños
que mañana serán los delincuentes frustrados y crueles que asolarán calles y
hogares.
Los estamos sembrando hoy y sus
amargos frutos los cosecharán nuestros hijos y sus descendientes. Lo que debamos
hacer para atacar con grave problema debe ser tarea de la sociedad en su
conjunto. (Castillo, 1983, pp. 11-13)
Fuente.
Castillo,
C, (1983). Niños que trabajan. Autoeducación,
3 (6). Pp. 11-13.
[Fotografía del Diario Opinión]. (Lima.
1992). Archivo fotográfico de la Revista La Chispa. Hemeroteca de la Biblioteca
Nacional del Perú. Lima, Perú.
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